"Cultura como usina, como fábrica de símbolos de un pueblo. Cultura como un conjunto de signos de cada comunidad y de toda la nación. Cultura como el sentido de nuestros actos, la suma de nuestros gestos, el sentido de nuestro modo de vida." [GIL, Gilberto. Discurso de asunción como Ministro de Cultura de Brasil, 2003]

sábado, 10 de julio de 2010

Memoria de mis putas tristes


El libro que llevó a Gabriel García Márquez a una fama sin precedentes en el terreno de la literatura, Cien años de soledad, es una novela feliz, una celebración de la fiesta y del amor carnal, que camina irreversiblemente hacia el apocalipsis final, donde “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. Tanto la desesperada celebración como la apocalíptica maldición exigían un desbordamiento narrativo que sedujo inmediatamente a los lectores y que produjo, para nuestra desolación, una profusión de imitadores que todavía hoy nos persiguen desde las listas de los best sellers.

Es éste el García Márquez más admirado. Hay otro, que surge directamente del periodismo, de esas magníficas Crónicas costeñas y que conducen a unos relatos tersos, de una nitidez asombrosa, en la que la hipérbole tiene que adaptarse al rigor de la prosa. Pienso, como es lógico, en El coronel no tiene quien le escriba, en Relato de un náufrago, o en Crónica de una muerte anunciada. Son textos breves que comparten las exigencias de la crónica periodística, a diferencia de la crónica histórica que encuentra sus raíces en los cronistas de Indias y que culmina en Cien años de soledad.

Para entender cabalmente todo lo que tiene de novedad Memoria de mis putas tristes, hay que tener en cuenta que el propio García Márquez ha sido consciente de los manierismos a los que invita su libro más conocido. Si cada una de sus novelas posteriores es un esfuerzo literalmente visible por buscar nuevas salidas sin traicionar sus principios estéticos, ahora va más lejos que nunca. La misma naturaleza del tema así lo exige. Si antes la juventud, el hedonismo o el desbordamiento llevaban melancólicamente a la destrucción, ahora la melancolía lleva a la salvación del protagonista, “con el corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día de mis cien años”, que ya no lo son de soledad. La juventud es ahora tan sólo una referencia, algo que pertenece al pasado, es decir, a la nostalgia.

Añádase que, en parte por su edad, el narrador sin nombre de estas memorias es, pese a su cinismo de prostibulario, un sentimental de lágrima fácil. Todo invita al sentimentalismo y en la visible superación de este riesgo está uno de los encantos de la novela. El escritor remite de forma también visible a otros libros suyos: la referencia al buque fluvial del correo, a la hamaca, a las goteras, al día en que se firmó “el tratado de Neerlandia que puso término a la guerra de los Mil Días y a las tantas guerras civiles del siglo anterior”, las trescientas jóvenes con la ceniza del miércoles en la frente, la Casilda Armenta que remite a la Clotilde Armenta de Crónica de una muerte anunciada, la precisión en las fechas, relacionada con la edad, como en El coronel no tiene quien le escriba (“dejé de fumar hace hoy treinta y tres años, dos meses y diecisiete días”, “empecé a sentir el peso de mis noventa años, y a contar minuto a minuto los minutos de las noches que me hacían falta para morir”) y, claro está, la referencia a los cien años ahora vistos como una afirmación de vida.

Pero todo aparece de una forma mitigada, sin voluntad de integrar este mundo en el universo total de su narrativa. Apenas si hay hipérbole. La adjetivación intensificadora (“en la penumbra ardiente”, “la voz oxidada de Rosa Cabarcas”, “una explicación pedregosa”) nace, como en sus novelas más tersas, del rigor. El mundo de lo maravilloso y de lo sobrenatural que domina en Cien años de soledad está sustituido aquí por el de lo extraño y lo fantasmágorico, con claras raíces en la realidad, porque “la realidad me parece fantástica”. Delgadina le da un beso “tan real, que me quedó en la boca su olor de regaliz”. Hay una realidad extraña pero que obedece a una lógica: cuando una mujer atribulada se le atraviesa al narrador en el camino y le dice: “Yo soy la que no buscas”, él recuerda que allí viven en libertad “los internos mansos del manicomio municipal”. Hay una realidad fantasmagórica, de la que no queda excluido el diablo. Y hay, sobre todo, esa realidad radiante que leímos en el último capítulo de El coronel no tiene quien le escriba y que vemos ahora en el capítulo quinto y último del libro, “cuando el sol estalló entre los almendros del parque y el buque fluvial del correo, retrasado una semana por la sequía, entró bramando en el canal del puerto. Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo”.

La novela es de una circularidad perfecta. El narrador, hombre de perfil equino, “feo, tímido y anacrónico”, acaba de cumplir los noventa años y quiere celebrarlo con un amor loco. Telefonea a Rosa Cabarcas, dueña de una casa clandestina, que le ofrece una niña virgen de catorce años. Cuando entra en la habitación, la niña está durmiendo y él le canta al oído "La cama de Delgadina de ángeles rodeada", y Delgadina acabará siendo, para él, el nombre de la niña. Se acuesta a su lado cuando suenan las campanas de las doce de la noche y empieza la madrugada del 29 de agosto de un año no precisado. Cuando el narrador se despierta, ella sigue durmiendo, “dueña absoluta de su virginidad”. Esta virginidad es la más alta expresión del amor que se ha despertado en este periodista nonagenario, dueño de una pinga de burro descomunal y famoso en los burdeles por sus destrezas y proezas amatorias. La exaltación del amor físico ha sido una constante en García Márquez y culmina en la magnífica escena del burdel de Cien años de soledad, que inevitablemente nos remite a una parecida escena en el Ulises de Joyce. Y con los burdeles la prostitución, no necesariamente celebrada, como ocurre en La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. La peculiaridad es que Delgadina aparece siempre como la bella durmiente: “Toda sombra de duda desapareció entonces de mi alma: la prefería dormida”, “nunca pude imaginar que una niña dormida pudiera causar en uno semejantes estragos”. Y siente verdadero pavor ante la idea de encontrar a Delgadina vestida y despierta.

Lo que mantiene la vitalidad de Memoria de mis putas tristes y la aleja de todo idealismo es que Gabriel García Márquez no condena el loco amor, por el contrario, siente una gran nostalgia por las espléndidas mujeres de su pasado. Pero frente a esta exaltación del hedonismo aparece la delicadeza y la resurrección de la carne del protagonista. Ni Delgadina es una puta ni el anciano es un depravado. Ella le amará desde el sueño de quien no ha despertado a la vida y él desde la realidad. Por eso puede aceptar el consejo de Rosa Cabarcas, “la mamasanta más discreta y por lo mismo más conocida” y que se dirige a él llamándolo “mi sabio triste”: “No te vayas a morir sin probar la maravilla de tirar por amor”. El libro se cierra el 29 de agosto del año siguiente, cuando el narrador celebra sus noventa y un años y, en la cama con Delgadina, “conté las doce campanadas de las doce con mis doce lágrimas finales, hasta que empezaron a cantar los gallos, y enseguida las campanas de gloria, los cohetes de fiesta que celebraban el júbilo de haber sobrevivido sano y salvo a mis noventa años” y, lleno del amor de su bella durmiente, sale a la calle radiante y puede reconocerse “en el horizonte remoto de mi primer siglo”.


Valerie Pech Vite.

No hay comentarios:

Publicar un comentario